domingo, 14 de agosto de 2011

El Eterno Luto

Negro es el color que pinta mi vida en estos  momentos. La tristeza se esparce por mí ser, como un cáncer que envenena mis pensamientos. Yo me encontraba a punto de contraer matrimonio con la mujer de mi vida, quien lleno de amor y deseo mi corazón desde el primer instante.
Era el día de la boda. Ansioso me encontraba frente al altar, viendo a los ojos a quien sería mi esposa. El párroco, calmadamente, llevo a cabo la misa, mientras que en la iglesia se respiraba un aire de tranquilidad y alegría. Pero en menos de un instante, ese júbilo fue devorado por el terror de una inesperada muerte. Ella, un segundo antes de pronunciar el esperado “acepto”, languideció frente a mí, sus ojos se nublaron y perdieron sus orbitas, y con un gesto de desvanecimiento, cayó sobre las escaleras del altar. Nunca podre olvidar la expresión de su rostro pálido y la sangre que manaba de su nuca, coloreando la blancura de su fino vestido. La muerte la alcanzo y ella perdió la batalla. En mi vida podre superar tan desastrosa perdida.

Mi pena me sumió en la locura, me alejo de la gente, de la vida, de la luz. Simplemente vivía porque mis órganos seguían trabajando mi alma había muerto junto con la que era mi amada. La nostalgia me llevo a afrontar la más cruel de las realidades; quería ir al sitio donde aconteció la tragedia, quería ir al lugar de su muerte, la iglesia. Tan bendita pero a la vez tan maldita, cargaba en sus cimientos el pesar de una expiración y la pérdida de una ilusión, la mía. Tenía que regresar al lugar que, en mis pensamientos, siempre estaba.
Al llegar, en el fondo de la inmensa nave, se encontraba mirándome fijamente la escultura de un Cristo crucificado. En su rostro reflejaba dolor y agonía, identificándose con los pesares de mi ser. A sus pies se encontraba el lugar de mis recuerdos, podía verme muy claramente ahí, clamando en vano por piedad, frente al cuerpo inerte de mi amada. Las lágrimas empezaron a escaparse de mis ojos y lo único que llego a mi mente fue elevar una plegaria pidiendo misericordia al ser que me había robado la vida, a ese que llama dios. Me arrodillo en una de las bancas, lo mas carca posible del altar, y empecé a murmurar una letanía. Así permanecí hasta que el sueño me venció.  
Repentinamente me despertó el sonido del reloj de la iglesia, que marcaba una hora incierta. Cada campanada retumbaba en eco sobre las paredes de la nave, ampliando su potencial opacando cualquier otro sonido. Después vino un petrificante silencio. Hasta ese momento no me percate de lo extraño que era estar tan solo, sin ningún fiel y sin ningún sacerdote. Mis sentidos se alertaron al máximo, escuchaba el rudo palpitar de mi corazón queriendo salir de mi pecho, hasta que fue interrumpido por una voz. Era el más dulce y melódico llamado que jamás había oído. Estaba pronunciando mi nombre, no sabía de quien procedía.
Busque con la mirada el origen de la vos pero no había nadie. Cada vez se hacía más fuerte el llamado, y sentía que se acercaba, pero no era algo diferente. Tal vez mi desesperación me había llevado al límite de la cordura, y ahora escuchaba mi nombre fundido en un grito de pena. Me bañaba la cara un sudor frio y mi boca seca del frenesí entrearticulaba débiles palabras. Entonces encontré la respuesta.
Frente a mi apareció una figurara lívida  y espeluznante. Era la muerte en persona, disfrazada de mi amada. Era ella. Había venido a mi encuentro vestía como yo la recordaba, en su pulcro vestido blanco, como la última vez.
Ella me miraba fijamente, con sus intensos ojos siempre dulces. Me hipnotizaba igual que cuando la conocí. Poco a poco se fue acercando, hasta poner su cara a escasos centímetros de la mía. Yo no me atrevía a tocarla, ni mis músculos respondían a mi llamado.
Quería completar lo que  alguna vez empezamos y nunca terminamos me dijo en el más leve susurro. Quiero que nos casemos para, por fin,  descansar en paz.
Un instante después se desvaneció ante mis ojos, tan rápidamente como había aparecido; yo quería seguir con ella, pero ya no estaba.
Yo estaba muy aturdido, ¿Cómo podría casarme con una mujer muerta? La respuesta llego a mí casi instantáneamente. Me dirigí presuroso al cementerio de la iglesia, donde el cuerpo de mi futura esposa yacía. No me costó trabajo encontrar la tumba, ya que se había quedado grabado en mi memoria. Me arrodille sobre el sepulcro y mis manos tocaron la tierra fría.
Casi instintivamente empezaron mis brazos a cavar; no podía detenerlos, ni mucho menos para el fuerte deseo de estar otra vez con mi amada. Cuando por fin, encontré lo que tanto había buscado, mis manos sangraban a causa del frenético esfuerzo. Ahí estaba ella, inmóvil y deforme. Los funestos gusanos habían carcomido su cara.
Estaba esperando por mí. La tome en brezos y juntos nos dirigimos a buscar al párroco, que una vez estuvo a punto de darnos su bendición. Busque y busque, hasta encontrar sus aposentos y explicarle nuestra desesperada situación.
Recuerdo la expresión de asombro, casi de terror, en su rostro. Finalmente la decepción.
Ahora me encuentro inexplicablemente encerrado en un cuarto acolchonado de piso a techo. No entiendo porque nunca me dejaron concluir mi matrimonio, simplemente me han confinado a este claustro; sin darme ninguna explicación.


Mi alma sufre pena, al igual que la de mi amada. aqui escribiendo estas lineas, expresando desde lo mas profundo de mi alma este eterno luto al que estoy condenado y del que nunca saldre.

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